martes, 2 de febrero de 2010

Anoche soñé con la muerte.

Anoche soñé con la muerte, pero no dormía.


El sol era testigo de la paz en la plaza de los perros, un elemento inherente que daba visibilidad a la cotidianeidad serena, adornada por risas y niños, por sensaciones de ciudad crecida y afectividad familiar de sana serie televisiva.
Hoy el cielo está nublado y no parece casualidad inocente, lo miro desde mis circunstancias terrestres y las nubes me evocan almohadas y algodones. Me imagino acostado, infantil y vulnerable, y deseo que todas esas nubes y almohadas sofoquen el sonido brusco de un disparo potencial. Ojalá las nubes descendieran a manera de tan anhelados objetos de omisión y además del sonido salvaje de las balas, amortiguaran el lamento de las calles que persigue, en susurro neurótico, a los pocos imbéciles y valientes que osan recorrerlas de vez en cuando.
Anoche soñé con la muerte y alivié mi ansiedad pensando en las ciudades del norte, únicas guaridas posibles, creía yo, para ese mal milenario que adquiere brillo en estadísticas y páginas de periódicos. Al despertar caí en cuenta de que la muerte, en su manifestación más vil, no necesita de desiertos o urbes fronterizas para entrar en escena. El bajio, por ejemplo, puede serle de la misma utilidad.

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