Anoche soñé con la muerte, pero no dormía.
El sol era testigo de la paz en la plaza de los perros, un elemento inherente que daba visibilidad a la cotidianeidad serena, adornada por risas y niños, por sensaciones de ciudad crecida y afectividad familiar de sana serie televisiva.
Hoy el cielo está nublado y no parece casualidad inocente, lo miro desde mis circunstancias terrestres y las nubes me evocan almohadas y algodones. Me imagino acostado, infantil y vulnerable, y deseo que todas esas nubes y almohadas sofoquen el sonido brusco de un disparo potencial. Ojalá las nubes descendieran a manera de tan anhelados objetos de omisión y además del sonido salvaje de las balas, amortiguaran el lamento de las calles que persigue, en susurro neurótico, a los pocos imbéciles y valientes que osan recorrerlas de vez en cuando.
Anoche soñé con la muerte y alivié mi ansiedad pensando en las ciudades del norte, únicas guaridas posibles, creía yo, para ese mal milenario que adquiere brillo en estadísticas y páginas de periódicos. Al despertar caí en cuenta de que la muerte, en su manifestación más vil, no necesita de desiertos o urbes fronterizas para entrar en escena. El bajio, por ejemplo, puede serle de la misma utilidad.
le futur
Hace 12 años
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